Rock, muerte de Chris Cornell y nuestra crisis silenciosa de los 90

Publicado el at 22/05/2017
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Claudio Espejo Bórquez/ Editor

La adolescencia me pilló en los 90. Era un cabro flaco y con cara de nerd. En una película gringa, los de chaqueta de béisbol me habrían hecho “bullyng”. Pocos me creen, pero hablaba poco. Así fue hasta que de repente apareció el rock, como una respuesta a mi absurda vergüenza.

Integrábamos una generación rarísima, recién saliendo de la dictadura, pero con un país todavía muy miedoso.

Estaba en el Taller de Periodismo y, gracias a una imposición inesperada, era presidente del Centro de Alumnos. Ahí partió el rock, porque una día vi que en caja había 60 lucas y pregunté al profesor asesor si podía invertirlas en arrendar una batería. Yo quería alentar a varios compañeros a traer sus instrumentos y decir cosas haciendo música.

Me la pasaron por dos días. Se quedó más de una semana, por culpa de mi ingenua irresponsabilidad adolescente. Me retaron como nunca, pero las bandas surgieron como hongos.

El fenómeno no paró y la sala de Centro de Alumnos se convirtió en una de ensayo. Empecé a faltar al taller de Periodismo o al menos eso creía mi profesor, porque yo corría como enfermo entre la los ensayos y el diario escolar, creyendo que las podía hacer todas. No lo logré. Me echaron de Periodismo y fue como un permiso para dedicarme un rato al rock.

Una vez egresados, la mayoría siguió tocando. Formamos “Sam Piraña”, con Josué, Pablo y Cristian, amigos tremendos, con los que simplemente queríamos hacer música. Después me di cuenta que estábamos contando algunas penas a nuestro pequeño mundo, en una década especial, que te obligaba a vivirlas en silencio. La música era una estrategia perfecta.

Cuando ayer supe de la muerte de Chris Cornell (Soundgarden y Audioslave) me acordé de todo esto y releí sus letras. Muchas cargaban esa amargura noventera de vivir una generación que se hacía individual, competitiva y poco sensible. A nosotros, como a él, nos cargaba eso.

Confieso que alguna vez quise ser Cornell. Pero no podía. Mi falta de facha era evidente y cantando me faltaban como tres octavas para alcanzarlo. Nunca lo conté por respeto… a mi dignidad.

Cornell trataba de hablar del mundo desde sus letras y voz dignas de un genio. Nosotros, tocando lo que podíamos. Uno convertido en una leyenda algo más virtuosa que el promedio de Seattle. Nosotros, rasgueando riffs de guitarras eléctricas puestas en “modo punk”. Sin virtud, pero con algo en común con lo que él decía: “entender el grito como una expresión de dolor”.

El rock me ayudó. Los dolores adolescentes fueron desapareciendo con cada tocata.

Ya no están Kurt Cobain ni Scott Weiland. Me “juntaba” poco con ellos. Sí con Joe Strumer (The Clash), que también era flaco y un poco nerd. Tampoco está Cornell, ni mis profe Suárez (Periodismo) y Falcon (Centro de Alumnos). A todos se los llevaron antes de tiempo. Pero de todos ellos aprendí un poco.

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